martes, 28 de febrero de 2017

Breve manual de desconexión para dummies



Hace unas semanas visité el sur de la provincia de Ávila junto a un amigo. Fuimos un poco a la aventura aunque nuestro objetivo era alcanzar el gran Castañar de El Tiemblo, de más de seiscientos años y un majestuoso tronco que, como diría el patronato de turismo de Suecia, era "muy Instagram". Sí, hoy es todo muy Instagram, tanto, que nuestras miradas cabizbajas a veces no pueden llegar a advertir de verdad todo lo que tenemos delante.

Viajeros al borde de un ataque de nervios 


Hace varios años, comencé a escribir durante mis viajes. Rellenaba mis cuadernos, hacía dibujitos en los márgenes de palmeras o motivos de manteles y anotaba datos de hoteles y restaurantes bajo un fin simplemente placentero . Lo hacía por gusto, aún sin plantearme que me harían falta durante los años siguientes a la hora de publicar trabajos y artículos en este blog y para terceros. También estaban las fotos, hechas de aquella manera y bajo la única pretensión de compartirlas con los amigos de Facebook en su fase beta (la única que manejaba por aquella época), para ojearlas de cuando en cuando y recordarme que había estado allí.

Por aquel entonces uno retenía para escribir, y retener significaba contemplar el paisaje, observar a las gentes y pensar en tus cosas con un atardecer oriental de fondo. Sin embargo, todo cambia, más aún desde que las nuevas tecnologías han irrumpido en nuestra vida para transformar la forma de pensar, actuar y trabajar.

El último ejemplo en el que me pillo desprevenido fue durante la mencionada escapada a Ávila, un escenario que se antojaba cuanto menos necesario para desconectar un poco: bosques frondosos, riachuelos y la posibilidad de ver ese otoño rojizo que tanto escasea aquí en Levante. En primer lugar debíamos llegar hasta un pueblo perdido en la montaña llamado Casillas, y aunque el GPS no arrancaba al principio, conseguimos llegar. Me pregunté cómo harían en 1996 para poder llegar hasta ese pueblo perdido de la mano de Dios.

Una cerveza en una plaza, una conversación de Whatsapp pero, especialmente, la vista preparada analizando qué lugar era mínimamente fotografiable. Para colmo, me surgió un minicuento en mitad del bar y rápidamente tuve la necesidad de publicarlo en redes sociales. Internet fallaba, pero debía publicarlo, y yo aún sin un rincón que quedase bien con un filtro Lark en mi recién inaugurada cuenta de Instagram.

Después nos dirigimos hacia los bosques de castaños, tomamos este y aquel camino, conseguimos aparcar el coche. Vi la primera mota roja del otoño abulense y, automáticamente, sabía que tenía que hacerme una foto. Y a los árboles, y a los tejados verdes que formaban aquellos árboles de los que llovían castañas para las que no habíamos traído paragüas, consejos que en su momento no me pareció tan surrealista. ¿Cuántos likes tendrá el minicuento? ¿Estaríamos lejos de El Castañar del Tiemblo a fin de hace una foto antes de anochecer? Ya que estoy, busco de nuevo su ubicación, pero el GPS no funciona. Seguimos andando. En algún momento casi pego un traspiés, pero trato de concentrarme en lo que supone he venido hacer: a desconectar.

Pero yo tengo que escribir sobre esto, y tener fotos, y darle un enfoque que no le haya dado nadie. Y sigo haciendo fotos cual poseso, y pienso en qué puedo incluir en el mismo. Después tomamos ensaladas en envases de plástico y me como una castaña que ha caído sobre mi cabeza. ¿Le hago una foto a la castaña también? Creo que también he visto una ardilla pasar sobre una rama. Al final se nos fue ido el día y la prematura noche de noviembre se acercaba, hay un atardecer bonito frente. Le hago una foto, trato de aprender el arte de ver el mundo a través de la cámara de Instagram. Pero la noche se impone antes. Queda una foto y un artículo que prefiero convertir en esto, quizás como un modo de abrazar el desfasado arte de aprender a desconectar cuando viajamos.

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